El secreto de mi semilla lo guardaré hasta que me vean
arrancado desde mis raíces. Sólo diré que buenas personas se encargaron de mí
cuando mi tallo había traspasado el vientre que me ofreció mi madre Tierra. Pude
sentir la caricia de mi padre el Sol. Gota a gota fui creciendo hacia arriba en
dirección a él
Estuve presente en los múltiples quehaceres de mis
compañeros que estaban a mí al rededor. Un ritual curioso que tenían ellos era
de multiplicar sus pasos cuando una campana sonaba cerca. Escuchaba a la
multitud reunirse y elevar alabanzas a un dios, parecían hormigas alborotadas
de aquí para allá, gritando alegremente, regañando a sus retoños. Entre ellos
había unos que descansaban sobre mis raíces, bajo mi sombra.
“¡Pinches huevones, levántense de ahí!” Siempre escuchaba
cuando esos “huevones” venían a visitarme. Al principio, pensaba que sería un
problema pasajero por los reiterados regaños que estos recibían, pero no fue
así.
Muchas primaveras pasaron y de repente cubrieron la tierra
que me rodeaba de un material duro, que absorbía, al igual que yo, los rayos
sin convertirlos en frutos u oxígeno puro. Los equinoccios y los solsticios se
fueron repitiendo, entonces sentí vibrar el suelo en lo más profundo. Un día
intente llevar mis raíces más allá en busca de agua y contacto con mis vecinos,
pero sentí una barrera que me detuvo y no pude penetrar. Pocas lunas llenas
después, sentía vibraciones pequeñas y que a partir de ahí se hicieron contantes
e incrementaron años más tarde.
Los huevones siguen aquí todavía. Me vienen a regalar su
tiempo, yo no se los pedí, y siempre los escucho afligirse cuando les hace
falta. Otros seres, ajenos de esta tierra, también han venido a refugiarse bajo
mi regazo, Cuando ellos llegan, los pasos se multiplican exorbitantemente, el
aire está lleno de olores a carne cocida, a maíz y trigo horneado, a frutas en
almíbar, entre otras cosas.
Hace algunos otoños los pasos disminuyeron, el suelo cerca
de mí se hizo más estático, un grupo de tortugas se había asentado. Colgaron en
mis ramas adornos a los cuales elevaban rezos, suplicando que les devolvieran a
sus jóvenes retoños. También acostumbraban hacer un llamado al cielo, pidiendo
esperanza, haciendo vibrar mis hojas.
Mis compañeros se esmeran en llamarme el “árbol de los
huevones”. Quiero decirles o, mejor dicho, aclarar que yo no soy de nadie más
que de la tierra en donde mis raíces se han fijado. No me queda más remedio que
quedarme aquí, pero estoy a gusto con eso. La misión que mis padres me han dado
es ser ejemplo de vida: estoy vivo y hospedo vida entre mis ramas y hojas; no
rechazo ni al más pequeño insecto ni al más huevon de los huevones, son bienvenidos
todos bajo mi sombra.
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