Veo al señor preocupado, que se le está haciendo tarde para el trabajo; a la señora que vende cocteles de frutas junto a la parada, que va sacándole jugo a las naranjas y en su mesita ya están 3 cocteles hechos; al señor que cada mañana corre con sus short pequeños en sus piernas de palo, aunque el frio esta que cala. Avanzo un poco más allá del kínder. La principal de la Amelitos apenas se va alumbrando y las combis y los autos la van invadiendo.
Llego al mirador de Las Granjas, desde donde se ve la caricia tímida del sol, por las espaldas del cerro de enfrente. Observó la postal, digna de que un gran artista pictórico lo retrate, o por lo menos por un buen artista local. Sigo mi camino al ritmo de las llantas de los carros que vibran por la carretera. Apenas los perros van levantando sus caritas inocentes y otros ni se asoman.
Unas cuadras antes de llegar a la tranca de la colonia Zapata, van saliendo los alumnos del Bachilleres, del CBTIS y de la UAGro, algunos con prisa y otros con hueva o con cara de cruda. Van llenando las combis, de la misma forma ridícula que los payasos de las caricaturas llenan un volkswagen: apretujados, respirando las exhalaciones ajenas y rozándose unos a otros. Todo sea por llegar a tiempo, piensa el pasajero que va parado. Todo sea por llevar más pasaje, piensa el conductor, que tiene la radio encendida ya sea en la Ke buena o Capital Máxima.
Doblo la esquina y el mercado de la colonia ya está funcionando. Mero ahí cerca está el bar que a un lado de su estrecha puerta, tiene un espejo por donde me miró y me saludo con una sonrisa falsa y burlona de oreja a oreja, para hacerme reír desde muy temprano. El mismo espejo en dónde las putas, por las noches, se acomodan el maquillaje y el vestido entallado para engatusar al borracho común.
Llego al Oxxo que está justo al lado del puente Ayutla y me detengo a pensar. ¿Tomo combi o sigo caminando? Camino, así me ahorro otros 6 pesos del pasaje. ¿Subo al centro o le doy por el boulevard? Comparo. Si le doy por el boulevard, tendría que soportar el ruido molesto de la autopista y el polvo a granel. Lo único bueno de darle por ahí es esa chica de los jugos, que está como quiere, pero no me he atrevido a echarle verbo. Decido subir al centro, otro día la saludo con más calma.
***
Eran la 1 de la tarde. Era una tarde calurosa, nos protegimos del bochornoso calor, sentados en una banca que olía a miados y tenía sospechosas manchas marrones, bajo la sombra de un macilento árbol. El viento refrescaba nuestras espaldas sudadas, pues por error nos habíamos bajado de la combi tres cuadras antes de nuestro destino original.
Venía acompañado de un viejo amigo de la secundaria, quien me conto su experiencia cuando daba platicas en los anexos, como el que estaba a nuestro lado: un amplio inmueble de color azul cielo, con una fachada que parecía a la de una iglesia, con un gran portón blanco, en el cual se escuchan gritos de motivación.
- Hasta parece una iglesia- recalque.
- Pues por dentro también lo parece. Entras y el lugar es muy amplio. Hay varias filas de bancas, donde caben de 5 a 7 anexados y, al fondo, un podio desde donde les hablan.
Mi amigo me conto que este era uno de los anexos más grandes de la ciudad, que su población era de aproximadamente 100 personas.
- Cuando uno de ellos intenta escapar- agrego mi amigo- porque ha visto que la puerta esta descuidadamente abierta, el encargado del lugar, que por lo general tiene su oficina cerca de la entrada, sale con una tabla que dice en letras grandes “Aquí te quedas porque te quedas”.
- ¿Les pegan con esa tabla?
- Shh, - dijo quedito- no lo sé, pero se supone que golpearlos no está permitido. Hasta el más negrito de ahí se pone blanco del susto, y regresa al dormitorio, donde duerme junto con sus demás compañeros.
Enfrente de nosotros, llega un carro que trae cajas de despensas; dos perros descansan sobre un montón de grava y la calle de arriba, está llena de niños que juegan y gritan riendo.
- Ya hace sed.- hice notar a mi amigo.
- Si pues, ya vamos.
Entramos a la tienda de la esquina y compramos una coca de 1.5L, dos vasos, unas sabritas y dos barajas españolas, estas últimas la principal razón porque habíamos venido a tan recóndita colonia, casi a las afueras. Pues según mi amigo “aquí están más baratas”.
Regresamos a la banca y por como 2 horas seguidas jugamos conquián, sin apostar, “de a mentís” como solíamos decir cuando jugábamos tazos en la primaria. El refresco logro enmascarar nuestro apetito de comida y amenizo dulcemente nuestra plática y juego.
- He visto de todo.- Agrego mientras bajaba tercia de 4 cuatros y pagaba con 9 de bastos. – Me he encontrado con niños que están dentro de las drogas o el alcohol, he encontrado padre e hijo juntos en el mismo anexo. Pero lo que más he notado es que hay mucha más niñas, como de 12 años, que ya están anexadas.
- Versos.- Asombrado dije, sin saber que más decir.
El anexo paso al plano del olvido y las bromas comenzaron, como que los dos queríamos hablar de nosotros, los dos viejos amigos, y no de esos borrachos y drogadictos que estaban a unos cuantos metros, protegidos del mundo y sus vicios por un portón de 3 metros de altura. Nuestros pensamientos pasaron a estar fijos en los viejos amigos, en las mujeres y los buenos ratos que habían quedado atrás, como nosotros dos, atorados en el pasado.
***
Explanada Primer Congreso de Anahuac, Chilpancingo, Gro. |
Casi las 8 de la noche. Los pies caen rápida y pesadamente sobre el suelo, encharcándolo de prisa, de la urgencia de huir; la voz colectiva de las gentes silba y golpea haciendo el aire más frio y el trueno sin rayo de las cortinas metálicas de los locales se hace presente.
- Pásele... Canciones de su agrado... ¡YIJA!... ¡Qué voy hacer contigoooo! – Poco le entiendo a la niña ciega que canta sin ganas.
Dejo la jardinera del Casino del estudiante, donde me había sentado un momento para descansar. Entre las luces y la gente que transitaba, avanzaba esquivando a los demás como si bailara un vals: derecha, izquierda, atrás y de nuevo adelante. El andador Zapata estaba repleto y en ese momento me di cuenta de que el Centro aun no me dejaba ir, por eso todos huimos de él en la noche, para que no nos consuma. Sin más, camine rápido a mi parada, porque si no, aquí me iba a quedar a vagar entre el ruido y la multitud
-¡Súbale! ¡Es directo a la colonia! – gritaba el cumbiero, invocando a los pasajeros.
Cuando estuvo llena, el viaje de regreso a casa comenzó. Como iba directo, bajo al encauzamiento y después entro por el cementerio a la calle Ayutla. Ahora, el mismo camino que tomo por las mañanas, lo recorría como a una canción se le escucha al revés. Durante la noche el mercado ya no está, pero está igual de habitada la calle de la tranca. El bar la Panchita ya estaba abierto, apenas se estaba encendiendo el ambiente de mala muerte dentro.
Desde el mirador de las Granjas, se podía ver como la superficie del cerro se había fusionado con el negro del cielo, ahora el alumbrado público formaba parte del firmamento. La principal de la Amelitos era iluminada por los ciber-cafes, los restaurantes, las peluquerías, las tiendas de abarrotes y farmacias. Los perros ladran entre el laberinto de casas. Las patrullas hacen sus rondas. La gente va bajando de la combi y van regándose como semillas de sueños que germinaran esta noche. La oscuridad me intercambio a la señora de los cocteles, por el señor de los tacos; al señor que va tarde al trabajo, por el alumno que llega tarde a casa, y al corredor de piernas largas y flacas por el borracho que dice pura pendejada.
Por fin llego a mi casa, ya son las 9 y media. Los hogares no tardaran en irse a dormir y entonces, estaremos aquellos que, entre el insomnio, la nostalgia y la melancolía nocturna, habitamos la ciudad de los recuerdos. Esa donde el presente siempre se repite y atrás está el pasado, con los recuerdos tan distintos, mero ahí donde reside la belleza, un poco extraña, un poco tonta, de esta ciudad.
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