sábado, 21 de octubre de 2017

Fredo el pajaro



-¡Buenos días, Fredo! ¿Cómo está mi lorito bonito?- cada mañana saludaba mi abuelita Ramona a su loro, desde la ventana de su cuarto.
-Buenos días, Ramona.
Por lo fatiga causada por la edad, mi abuelita me encargaba a mí a alimentar a su lorito desde que llegue hace 3 meses a cuidar de ella. Vivir con ella me es más barato y me queda más cerca de mi universidad. ¿Por qué cuido a mi abuela? Pues porque mi abuela ha comenzado a quedarse ciega, ya casi no ve. Según ella, ve todo los colores, pero todo lo ve borroso, como cuando un proyector no está ajustado y no se distingue nada, así es, como creo yo, que  ve mi abuelita. Recientemente ha comenzado a llevar lentes oscuros, porque dice que la luz le molesta, le lastima, y con esos lentes menos ve, nada de nada.
-¡Ya llegue, abuelita!
-Mijita, buenos días. ¿Tuviste mucha tarea hoy también?
-Si.- Ese día llegue tarde, pues me quede con mi equipo para terminar el proyecto que debíamos entregar al día siguiente.
Mi abuelita escuchaba el radio todo el día, era lo único que podía hacer, y rezar. Mi abuelita era muy devota de San Pantaleón, que le dedicaba una serie de rosarios incontables. Desde mi cuarto, que estaba a lado del suyo, escuchaba su voz y para nada era molesto, era tan relajante su voz, que no solo provocaba que cayera dormida al poco rato de estar escuchando, sino también a ella misma se lo provocaba. Fredo de a rato también rezaba, rezaba esa oración de San Pantaleón, pues él también escuchaba a su querida ama. 
Y esa tarde ella y yo, caímos rendidas. Solo recuerdo, entre dormida y despierta, la rezadera que cargaba Fredo.
-... Señor, haz que Ramona supere sus dolencias... intercede por Ramona para que sea salvado.
-...Jesús, salud y luz del mundo... así sea... - es lo que recuerdo.
En ese momento me quede dormida completamente, sin darme cuenta de que el cielo se había nublado con esas espesas nubes que traen lluvia, pero de esa que dejan caer gotas pesadas, de las que duelen cuando caen sobre tu piel. Pero mi abuela y yo seguíamos bien dormidas, creo que hasta la lluvia nos arrullaba más y hacia nuestro sueño más pesado. El único problema con todo esto, es que Fredo no estaba a salvo de la lluvia. Si me hubiera despertado, hubiera llevado bajo la protección de la lámina que cubría los lavaderos de la vieja y mal diseñada casa de mi abuela.
  Y desperté ya a las 8 de la noche, mi abuela seguía dormida por igual. Ya iba a ser hora de cenar. Al salir de mi cuarto vi la llovizna remanente y al pobre Fredo mojado y temblando de frió.
-¡Mierda!- me dije entre dientes. 
Rápido regrese a mi cuarto a buscar una toalla para cubrirlo y lo saque de su jaula envuelto en esta. Estaba impávido, frio, inmóvil. Sabía que estaba vivo porque lo veía respirar, pero no sabía por cuanto tiempo. No sabía que hacer y en se momento mi abuelita me grito.
-Mijita, ¿no tienes hambre? Vamos a cenar.
-Ya voy abuelita. 
Deje a Fredo arropado y salí de mi cuarto hacia el de mi abuelita, cerrando la puerta por si Fredo intentaba escapar si se recuperaba o mi abuelita intentaba entrar.
-¿Llovió, verdad? ¿Metiste a Fredo, mijita?
-Si abuelita. ¿Que se le antoja cenar, abue?
-Unos tamalitos, ya tiene rato que no comemos.
-Sale vale, ahora le hablo al tamalero para que nos traiga los tamales.
Deje a mi abuelita, sentada en el comedor, escuchando las noticias en la televisión. Yo, preocupada, llame al tamalero para que me trajera unos cuanto tamales y medio litro de atole de arroz, del que le gustaba a mi abuela, mas mi preocupación por Fredo aumentaba. Una hora estuve sentada junto con mi abuela, cenando y escuchando sobre las noticias del tiempo, que pronosticaban fuerte lluvias para Guerrero, pues una tormenta tropical se había formado cerca de las costas guerrerenses. 
-¡Que mal! No habrá mucho sol para mi Fredo. -Sentí todo el peso del mundo sobre mis hombros cuando dijo eso. 
Después de cenar, lleve a mi abuela a su cuarto, donde volvió a caer dormida al poco rato. En mi cuarto, Fredo yacía muerto, ya no respiraba, no movía su pechuga y sus ojos estaban como idos. A la mañana siguiente...
-¡Buenos días, Fredo!- mi abuelita no escucho a Fredo. – De seguro sigue allá por el lavadero. Está bien allá, no vaya a llover otra vez y con este frio, de aquí a que lo vuelva a meter yo, no pues.
Como por dos semanas no dejo de llover y la salud de mi abuelita empeoro. Le cayó de esas gripas que no te dejan respirar, que hasta mi papá vino desde mi pueblito para ayudarme a cuidarla. Ya mi abuelita estaba postrada sobres su cama todo el día y solo se paraba para ir al baño o llevarla a comer, cuando tenía la energía suficiente para pararse en dos piernas.
-¿Y Fredo?- me pregunto mi papa.
-¡Papa!.- le dije, entre sollozos todo lo que había pasado con Fredo.
-¿Por qué no le dijiste la verdad?
-No sabía qué hacer.
-¿Dónde está el cuerpo del animalito?
-Lo enterré en el patio, cerca al árbol de papaya.
Y desde ese momento, por alguna razón, mi papa se unió a mi mentira. La mentira de que Fredo estaba vivo y coleando y solo estaba resguardado de la lluvia por el lavadero. Mi abuelita, todos esos días que paso en la cama, sin falta, preguntaba por Fredo.
-¿Cómo esta Fredo? ¿Ya le diste de comer? Dale papaya, le gusta mucho la papaya.
Todos esos días de lluvia, en que las nubes no dejaban que la tierra se secara con el brillo del sol, en los que hacía frio y todos andábamos bien cubiertos. Cada tarde, llegaba de la escuela a relevar a mi papa, quien se la pasaba toda la noche cuidándola. Hasta que un día, mi abuelita, cuando había acabado de rezar, esa oración que había rezado Fredo el día de su muerte, dijo.
-Quiero que me traigas a Fredo. Quiero hablar con él. Tráemelo, mijita.
-¡Abuelita! - sentí como si me hubieran apretado un nudo en la garganta. Apenas pude fingir esa sensación al pronunciar esa sencilla palabra.
-Tráemelo, mijita. Quiero hablar con él. Quiero escucharlo.
Con una presión intensa sobre mi pecho, le lleve la jaula vacía, donde había estado su pajarito. Ella toco la jaula, sacando fuerzas de donde pudo y dijo.
-¡Buenos días, Fredo! ¿Cómo estás?- mi abuelita ya estaba más allá que para acá. Ya ni notaba que Fredo ya no estaba ahí. - ¿Quieres papaya, Fredo?
No podía detener mi llanto, Fredo no estaba ahí. Mi abuelita ya no estaba ahí tampoco. 
-¿Por qué no me hablas, Fredo? Vas a ver... condenado. 
Y estas fueron las últimas palabras de mi abuelita Ramona. Mi papa, cumpliendo la voluntad de mi abuelita, de ser cremada y ser enterrada en el patio de su vieja y mal diseñada casa, la enterró cerca de donde yo le dije que había enterrado a Fredo: cerca del árbol de papaya que tenía mi abuelita, de donde sacaba la papaya que tanto le gustaba a Fredo.