-¡Buenos
días, Fredo! ¿Cómo está mi lorito bonito?- cada mañana saludaba mi abuelita
Ramona a su loro, desde la ventana de su cuarto.
-Buenos días, Ramona.
Por lo fatiga causada por la edad, mi abuelita me
encargaba a mí a alimentar a su lorito desde que llegue hace 3 meses a cuidar
de ella. Vivir con ella me es más barato y me queda más cerca de mi
universidad. ¿Por qué cuido a mi abuela? Pues porque mi abuela ha comenzado a
quedarse ciega, ya casi no ve. Según ella, ve todo los colores, pero todo lo ve
borroso, como cuando un proyector no está ajustado y no se distingue nada, así
es, como creo yo, que ve mi abuelita. Recientemente ha comenzado a llevar
lentes oscuros, porque dice que la luz le molesta, le lastima, y con esos
lentes menos ve, nada de nada.
-¡Ya llegue, abuelita!
-Mijita, buenos días. ¿Tuviste mucha tarea
hoy también?
-Si.- Ese día llegue tarde, pues me quede con mi
equipo para terminar el proyecto que debíamos entregar al día
siguiente.
Mi abuelita escuchaba el radio todo el día, era lo
único que podía hacer, y rezar. Mi abuelita era muy devota de San Pantaleón,
que le dedicaba una serie de rosarios incontables. Desde mi cuarto, que estaba
a lado del suyo, escuchaba su voz y para nada era molesto, era tan relajante su
voz, que no solo provocaba que cayera dormida al poco rato de estar escuchando,
sino también a ella misma se lo provocaba. Fredo de a rato también rezaba,
rezaba esa oración de San Pantaleón, pues él también escuchaba a su querida
ama.
Y esa tarde ella y yo, caímos rendidas. Solo
recuerdo, entre dormida y despierta, la rezadera que cargaba Fredo.
-... Señor, haz que Ramona supere sus dolencias...
intercede por Ramona para que sea salvado.
-...Jesús, salud y luz del mundo... así sea... - es
lo que recuerdo.
En ese momento me quede dormida completamente, sin
darme cuenta de que el cielo se había nublado con esas espesas nubes que traen
lluvia, pero de esa que dejan caer gotas pesadas, de las que duelen cuando caen
sobre tu piel. Pero mi abuela y yo seguíamos bien dormidas, creo que hasta la
lluvia nos arrullaba más y hacia nuestro sueño más pesado. El único problema
con todo esto, es que Fredo no estaba a salvo de la lluvia. Si me hubiera
despertado, hubiera llevado bajo la protección de la lámina que cubría los
lavaderos de la vieja y mal diseñada casa de mi abuela.
Y desperté ya a las 8 de la noche, mi abuela
seguía dormida por igual. Ya iba a ser hora de cenar. Al salir de mi cuarto vi
la llovizna remanente y al pobre Fredo mojado y temblando de frió.
-¡Mierda!- me dije entre dientes.
Rápido regrese a mi cuarto a buscar una toalla para
cubrirlo y lo saque de su jaula envuelto en esta. Estaba impávido, frio,
inmóvil. Sabía que estaba vivo porque lo veía respirar, pero no sabía por
cuanto tiempo. No sabía que hacer y en se momento mi abuelita me grito.
-Mijita, ¿no tienes hambre? Vamos a cenar.
-Ya voy abuelita.
Deje a Fredo arropado y salí de mi cuarto hacia el
de mi abuelita, cerrando la puerta por si Fredo intentaba escapar si se
recuperaba o mi abuelita intentaba entrar.
-¿Llovió, verdad? ¿Metiste a Fredo, mijita?
-Si abuelita. ¿Que se le antoja cenar, abue?
-Unos tamalitos, ya tiene rato que no comemos.
-Sale vale, ahora le hablo al tamalero para que nos
traiga los tamales.
Deje a mi abuelita, sentada en el comedor,
escuchando las noticias en la televisión. Yo, preocupada, llame al tamalero
para que me trajera unos cuanto tamales y medio litro de atole de arroz, del
que le gustaba a mi abuela, mas mi preocupación por Fredo aumentaba. Una hora
estuve sentada junto con mi abuela, cenando y escuchando sobre las noticias del
tiempo, que pronosticaban fuerte lluvias para Guerrero, pues una tormenta
tropical se había formado cerca de las costas guerrerenses.
-¡Que mal! No habrá mucho sol para mi Fredo. -Sentí
todo el peso del mundo sobre mis hombros cuando dijo eso.
Después de cenar, lleve a mi abuela a su cuarto,
donde volvió a caer dormida al poco rato. En mi cuarto, Fredo yacía muerto, ya
no respiraba, no movía su pechuga y sus ojos estaban como idos. A la mañana
siguiente...
-¡Buenos días, Fredo!- mi abuelita no escucho a
Fredo. – De seguro sigue allá por el lavadero. Está bien allá, no vaya a llover
otra vez y con este frio, de aquí a que lo vuelva a meter yo, no pues.
Como por dos semanas no dejo de llover y la salud
de mi abuelita empeoro. Le cayó de esas gripas que no te dejan respirar, que
hasta mi papá vino desde mi pueblito para ayudarme a cuidarla. Ya mi abuelita
estaba postrada sobres su cama todo el día y solo se paraba para ir al baño o
llevarla a comer, cuando tenía la energía suficiente para pararse en dos
piernas.
-¿Y Fredo?- me pregunto mi papa.
-¡Papa!.- le dije, entre sollozos todo lo que había
pasado con Fredo.
-¿Por qué no le dijiste la verdad?
-No sabía qué hacer.
-¿Dónde está el cuerpo del animalito?
-Lo enterré en el patio, cerca al árbol de papaya.
Y desde ese momento, por alguna razón, mi papa se
unió a mi mentira. La mentira de que Fredo estaba vivo y coleando y solo estaba
resguardado de la lluvia por el lavadero. Mi abuelita, todos esos días que paso
en la cama, sin falta, preguntaba por Fredo.
-¿Cómo esta Fredo? ¿Ya le diste de comer? Dale
papaya, le gusta mucho la papaya.
Todos esos días de lluvia, en que las nubes no
dejaban que la tierra se secara con el brillo del sol, en los que hacía frio y
todos andábamos bien cubiertos. Cada tarde, llegaba de la escuela a relevar a
mi papa, quien se la pasaba toda la noche cuidándola. Hasta que un día, mi
abuelita, cuando había acabado de rezar, esa oración que había rezado Fredo el
día de su muerte, dijo.
-Quiero que me traigas a Fredo. Quiero hablar con
él. Tráemelo, mijita.
-¡Abuelita! - sentí como si me hubieran apretado un
nudo en la garganta. Apenas pude fingir esa sensación al pronunciar esa
sencilla palabra.
-Tráemelo, mijita. Quiero hablar con él. Quiero
escucharlo.
Con una presión intensa sobre mi pecho, le lleve la
jaula vacía, donde había estado su pajarito. Ella toco la jaula, sacando
fuerzas de donde pudo y dijo.
-¡Buenos días, Fredo! ¿Cómo estás?- mi abuelita ya
estaba más allá que para acá. Ya ni notaba que Fredo ya no estaba ahí. -
¿Quieres papaya, Fredo?
No podía detener mi llanto, Fredo no estaba ahí. Mi
abuelita ya no estaba ahí tampoco.
-¿Por qué no me hablas, Fredo? Vas a ver...
condenado.
Y estas fueron las últimas palabras de mi abuelita
Ramona. Mi papa, cumpliendo la voluntad de mi abuelita, de ser cremada y ser
enterrada en el patio de su vieja y mal diseñada casa, la enterró cerca de
donde yo le dije que había enterrado a Fredo: cerca del árbol de papaya que
tenía mi abuelita, de donde sacaba la papaya que tanto le gustaba a Fredo.